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Estos trabajadores indígenas guatemaltecos y mexicanos mantienen alimentada a Nueva York durante la pandemia. Quieren salarios justos, acceso a baños y un lugar para albergarse del frío. Podrían ser la cara de la próxima batalla laboral de la ciudad.
Por: Claudia Irizarry Aponte y Josefa Velasquez, THE CITY
En un día cualquiera, durante el momento de calma entre el almuerzo y la cena, montones de repartidores de comida se juntan en parques a través de Manhattan a jugar al fútbol.
Para la mayoría, es el único momento en el que pueden relajarse luego de recorrer las calles de la ciudad todo el día, montados en sus bicicletas eléctricas. Pero, a medida que baja la temperatura, sus partidos de fútbol adquieren un segundo propósito: son una manera de combatir el frío.
El martes previo a Thanksgiving, el acostumbrado partido de fútbol en el Lion’s Gate Field en el Lower East Side atrajo a unos 100. Varios equipos de repartidores para aplicaciones —que cubren diferentes territorios en diversas secciones de Manhattan— se agruparon para participar de una cena por las fiestas entre penal y penal.
Mientras Sergio Ajche caminaba alrededor de la cancha con una canasta llena de tortillas frescas y humeantes, repartiéndolas a los muchachos apiñados a lo largo del cerco, se oía un refrán como un eco que iba desde los trabajadores hasta los observadores de THE CITY:
«Vayan a comer», «¿Por qué no están comiendo?», «¿No tienen hambre?», se oía, con el tono de una madre preocupada.
A miles de millas de sus nativos Guatemala y México, este grupo mayoritariamente conformado por hombres de entre veinte y treinta años dejó su tierra en busca de un futuro mejor. Se han asentado en la ciudad, donde reparten sándwiches de tocino, huevo y queso a clientes con resaca, reparten pizza y satisfacen los antojos nocturnos de legiones de neoyorquinos.
A lo largo de la pandemia han ayudado a mantenerse a flote a restaurantes en grandes dificultades, repartiendo comida a empleados de hospitales y trabajadores en sus casas amarrados al Zoom.
Los deliveristas en el campo, muchos de los cuales comparten raíces mayas y viven en Bensonhurst en Brooklyn, han consolidado una red informal dentro de una industria de reparto floreciente que ha atraído diversas olas de, en su gran mayoría, trabajadores inmigrantes durante una época en que el empleo no abunda.
Estos trabajadores, hartos de las horas agotadoras en medio de una pandemia y del trato deplorable que dicen que reciben por parte de las aplicaciones para repartos, están actuando en busca de mayor protección y mejor paga.
«Queremos que la ciudad nos reconozca por fin como trabajadores esenciales» dijo William Sian, un repartidor en Midtown. «Mientras la ciudad estaba cerrada, nosotros corrimos los restaurantes, ellos pudieron operar gracias a nosotros».
«Ya verán» dijo, «este movimiento con el tiempo va a ser grande».
«Nos tratan como unos bichos raros»
Antes de que la pandemia azotara Nueva York en marzo, según los trabajadores ya comenzaba a haber problemas con los restaurantes y las aplicaciones para repartos.
Las rutas eran cada vez más largas y las horas de trabajo disminuían. Los trabajadores empezaron a preocuparse de no recibir el total de sus propinas, y se quejaban del maltrato por parte de las aplicaciones y los empleados de los restaurantes.
El COVID-19 echó gasolina a las brasas.
Samuel García (45) recuerda montar su bicicleta por las calles de Manhattan haciendo repartos en su bicicleta eléctrica durante la primavera, por calles sin carros, un espectáculo escalofriante, alguna vez inimaginable.
Al igual que tantos otros en su línea de trabajo, a finales de febrero contrajo algún tipo de gripe. Hasta la fecha no está seguro de si fue coronavirus.
Se urgió a los neoyorquinos permanecer en sus hogares para prevenir la propagación del virus. Una orden judicial estatal prohibió a los restaurantes servir comida en sus locales, pero les permitió operar con takeout o delivery. Ante las grandes dificultades económicas que enfrentaban los restaurantes, funcionarios estatales y de la ciudad urgieron al público que ordenara comida para apoyar a los restaurantes de su vecindario.
Pero los repartidores que están ayudando a mantener a flote a la industria gastronómica dicen que no reciben ningún tipo de apoyo de la ciudad o de las aplicaciones para las que trabajan, como DoorDash, una aplicación con la que los clientes hacen pedidos a restaurantes, o Relay, que conecta a restaurantes con mensajeros.
«Trabajamos para los restaurantes» dijo Sian, de 28 años. «Le estamos haciendo posible que a los restaurantes les entre ingresos. Aparte de eso, nos discriminan, no nos dejan usar el baño».
«Nos echan a un lado, nos ignoran» agregó. «Nos tratan como unos bichos raros».
Juicios y acuerdos
En el popular restaurante para brunch, Jack’s Wife Freda en el Soho, Ajche alega que el gerente lo reprendió en dos ocasiones por ingresar al restaurante a buscar un pedido.
Ajche también sostiene que el gerente le prohibió estacionar su bicicleta afuera, una tendencia que, según los trabajadores, está creciendo entre los restaurantes a lo largo de la ciudad.
Jack’s Wife Freda no respondió a nuestro pedido de un comentario al respecto.
Dicen los trabajadores que, con más y más frecuencia, los restaurantes no están dando un recibo con el pedido, impidiendo así que los repartidores sepan si un cliente dio una propina o de cuánto fue.
En vez, tienen que confiar en las compañías de las aplicaciones, algo de lo que desconfían después de que varios trabajadores vieron los recibos de los pedidos y notaron que recibían una fracción de las propinas.
Una portavoz de Relay, una compañía que opera mayormente en Nueva York y de la cual dependen muchos de los mensajeros con los que habló THE CITY, dijo «cualquier acusación de que Relay retiene propinas es categóricamente falsa».
«Relay paga 100% de las propinas a los mensajeros y pide a los restaurantes que siempre incluyan el recibo completo en cada pedido», dijo la portavoz Julie Richter. «Relay revisa cualquier discrepancia para asegurarse de que a los mensajeros se les pague lo que ganaron».
El mes pasado, DoorDash llegó a un acuerdo por $2,5 millones con fiscales en Washington, por acusaciones de que confundía a los clientes quienes creían que las propinas estaban destinadas a suplementar la paga de los trabajadores.
Ha habido quejas y juicios contra Relay por no pagar las propinas a los trabajadores. Según el New York Post, una demanda presentada por seis trabajadores de aplicaciones en 2016 en la que reclamaban que les pagaban de menos se resolvió con un acuerdo fuera de la corte.
Dos trabajadores de Relay presentaron una demanda colectiva contra la compañía en 2017 por desvío de propinas y falta de pago por horas extra. El dúo llegó a un acuerdo por $100 000 con la compañía, en el que Relay no admitió responsabilidad alguna y se le prohibió al par de mensajeros trabajar para la compañía y hablar públicamente sobre el hecho.
Explorar modos de organizarse
Los trabajadores han organizado al menos una protesta y se han reunido con legisladores por su lucha con el comercio digital y la industria gastronómica, pero aún debaten sobre cuál es la causa principal que los une.
Encabezan la lista asegurar un salario mínimo, que las compañías tecnológicas los reconozcan como empleados, lograr el acceso a baños y áreas de espera seguras y recibir apoyo de la policía local para reprimir robos y atracos.
Algunos legisladores municipales y estatales pueden ver con buenos ojos el otorgar modestas victorias a los repartidores locales, dijo Joshua Freeman, historiador de fuerza laboral de Queens College, a pesar de los reveses en otros lugares, como la reciente victoria de Proposition 22 en California, que permite que las compañías que operan en la economía gig continúen reconociendo a sus conductores como trabajadores independientes.
La nueva supermayoría demócrata en la Legislatura y la presión social podrían inclinar la balanza a favor de los mensajeros, resaltó.
«Puedo imaginar, si vemos que este grupo se alinea con otros grupos», tales como los choferes por contratación, «que se podría ganar alguna que otra cosa sin necesariamente tener algún tipo de cambio existencial y categórico».
Los conductores de Uber, Lyft y otras aplicaciones por contratación han sentido una gran frustración hasta el momento con sus esfuerzos por forjar acuerdos de negociación colectiva con las plataformas. Pero en Nueva York, los esfuerzos organizativos han logrado algunas mejoras, tales como los beneficios por desempleo.
Costo de vida
Cuando Sian comenzó a trabajar para Relay hará unos dos años, sus rutas de reparto en general cubrían de 10 a 15 manzanas, una distancia manejable en una bicicleta tradicional. Ahora zigzaguea entre hasta 70 manzanas para un solo envío, luego de que Relay expandiera gradualmente la distancia a la que pueden hacer envíos los restaurantes con los que trabaja.
Los recorridos extenuantes «prácticamente nos ha obligado» a comprar bicicletas eléctricas, dijo.
Las bicicletas eléctricas nos son baratas, especialmente para los ingresos de un mensajero que van de $300 a $800 por semana para quienes trabajan 12 horas por día, los siete días de la semana.
Los deliveristas típicamente compran bicicletas eléctricas nuevas para no alimentar el mercado negro de bicicletas que les han robado a sus colegas.
«Si compras [la bicicleta] usada estarías colaborando con los ladrones en el mercado negro» explicó Ajche.
Una bicicleta eléctrica nueva normalmente cuesta $1800. Ese es apenas el principio de los costos.
Hay que agregar luces para que los trabajadores sean más visibles por la noche. Hay que agregar parrillas al frente y atrás para poder apilar y transportar comida con mayor facilidad.
Además, la mayoría de los repartidores compra una batería extra de $600 para intercambiar una vez que sus bicicletas finalmente se quedan sin batería durante el día. Las cadenas y los candados son indispensables para evitar el robo de las bicicletas.
Los bolsos térmicos con los logos de las aplicaciones también son un requisito extraoficial para el trabajo, para mantener caliente la comida. Algunos restaurantes se niegan a darles pedidos a aquellos trabajadores que no tienen los bolsos térmicos, explicó Jonán Huerta, un repartidor de Washington Heights.
Una mochila térmica con el logo de Relay cuesta entre $40 y $60, según los trabajadores. Una mochila térmica similar de Amazon le costó a Huerta $120.
Como la mayoría de los trabajadores vive afuera de Manhattan, guardan y cargan sus bicicletas eléctricas en garajes alrededor de la ciudad por $125 al mes.
En total, el costo de una bicicleta eléctrica, lista para andar, equipada para hacer repartos, es de unos $3000.
Un mercado saturado
A pesar de que las aplicaciones se han popularizado entre los neoyorquinos hambrientos, los trabajadores dicen que sus horas han disminuido al tiempo que el volumen de trabajo y la presión se han intensificado.
El reciente aumento de desempleo que causó la pandemia también significa que está ingresando un grupo más diverso de personas a la economía gig de repartos, dijeron unos trabajadores. Hoy no es extraño ver mujeres y hasta blancos haciendo de repartidores para aplicaciones, dijeron los deliveristas. Entre los deliveristas relativamente nuevos se encuentra la esposa de Huerta, Luciana, que comenzó con el trabajo hace un año.
Aunque las estructuras de pago son en gran medida un misterio para el público, los mensajeros en Manhattan dicen que DoorDash paga aproximadamente $4 por envío, más la propina. Según la compañía, a los “Dashers” se les paga entre $2 y $10 por envío dependiendo de varios factores, incluidos el tiempo y la distancia.
«A nivel nacional, los Dashers ganan más de $22 por hora de trabajo, propinas incluidas —y aún más que eso en la ciudad de Nueva York—», dijo Campbell Matthews, portavoz de la compañía.
Por otro lado, los trabajadores dicen que Relay les paga $11 la hora, más propinas. Pero las horas, señalan, han sido recortadas de 38 a 40 por semana, a alrededor de 33.
Relay dice que tuvo que hacer un recorte general en el número de horas por la pandemia.
«La pandemia del COVID-19 ha devastado a los restaurantes en la ciudad de Nueva York, en particular en Manhattan, donde muchas oficinas permanecen cerradas y donde opera principalmente Relay. Para adaptarse a este cambio en volumen y para permitir que la mayor cantidad posible de mensajeros trabaje en la plataforma, Relay redujo la cantidad de horas que pueden registrar los mensajeros» dijo Richter.
A veces, los repartidores tienen apenas minutos para entregar las comidas a sus destinos después de ser recogidas en un restaurante, antes de ser penalizados por los consumidores o por las aplicaciones, que bajan sus puntuaciones o congelan su ingreso a la aplicación.
A veces, cuando llegan a buscar la comida, no está lista o se ponen cosas incorrectas en el pedido. Los trabajadores dicen que ellos absorben la culpa.
«Es un abuso a la distancia» dijo Huerta, de 32 años.
DoorDash dice que se está «relacionando activamente con grupos comunitarios para determinar maneras de continuar apoyando a los trabajadores de Nueva York, incluida nuestra comunidad Dasher, y estamos ansiosos por escuchar sus comentarios sobre cómo podemos mejorar la atención a sus necesidades».
Los deliveristas sostienen que los modelos promueven prácticas inseguras en las que la velocidad toma precedencia sobre su seguridad en las calles.
El mes pasado, Ernesto Guzmán de 42 años falleció mientras repartía pizza en el Upper East Side, luego de ser atropellado por un carro que se dio a la fuga. En Astoria, el repartidor Alfredo Cabrera Liconia de 35 años falleció tras ser atropellado por un camión.
Los trabajadores dicen que muchos accidentes y heridas no se informan dada la desconfianza al NYPD y por temor a las deportaciones.
«Cuando tú tienes un accidente, la primera cosa que Relay te cuestiona es “¿la comida, está bien?”» dice Sian. «¿Una comida de $10, $15 vale más que la vida de una persona?».
Organizados con WhatsApp
Los trabajadores como Sian a menudo intentan encontrar entre ellos, en grupos de WhatsApp, el apoyo que no reciben de las aplicaciones para repartos.
Allí es donde deciden qué “equipos” reparten en diferentes barrios de la ciudad, e informan qué restaurantes les permiten usar los baños. También comparten información sobre parques abiertos donde es seguro esperar el próximo envío e informan acerca de rumores de robos o de robos confirmados.
Ajche creó el grupo de WhatsApp para el equipo de downtown Manhattan hace aproximadamente un año, cuando volvió a trabajar como repartidor luego de un breve paso por la construcción, y se encontró navegando la «nueva modalidad» de trabajo con las aplicaciones para repartos.
Se encontró con una industria que había cambiado para peor.
«Yo antes trabajaba en un restaurante, era empleado del restaurante. Entonces tenía un jefe, tenía derechos, podía usar el baño, trabajaba mis horas», explica. «Y ahora no tengo nada de eso».
Creó el grupo de Whatsapp porque creyó que sería un modo razonable de que los otros repartidores en la zona —todos guatemaltecos como él— se cuidaran entre todos.
Los equipos que trabajan en el Upper West Side, en Midtown y en downtown Manhattan con el tiempo conformaron un solo grupo que ha crecido hasta tener más de 200 miembros. Eso incluye a un grupo de mensajeros más nuevo y pequeño de México que en general hace repartos en el Upper West Side.
La sofisticada red de comunicaciones impresionó a Ligia Guallpa, directora ejecutiva de la organización Workers Justice Project que, durante el verano, comenzó a asesorar a los trabajadores en cuanto a su puja laboral.
«Ya han hecho muchísimo trabajo; cuando comenzamos a trabajar juntos, ya estaban enardecidos políticamente, con una lista de demandas y todo», dijo. «Es como si ya estuvieran organizados».
Lazos familiares
La cena de pre-Thanksgiving tenía el aire de una reunión familiar al aire libre —y, de hecho, muchos de los hombres son parientes.
Alrededor de una docena de los trabajadores en el Lion’s Gate Field esa tarde eran de tribus aztecas mixtecas de México, y aproximadamente otros 90 eran mayas de tierra fría en la zona montañosa occidental de Guatemala. Muchos de los trabajadores son mayas k’iche’ de Chimente, un pueblo en el departamento de Totonicapán, cerca del corazón del país.
Según dicen, el primero de los deliveristas de Chimente en asentarse en Brooklyn fue el mismo Ajche.
El muchacho fornido y jovial de 37 años llegó a Nueva York en 2004 desde Chimente, donde trabajaba como artesano y productor de artículos de cuero. Aprendió el oficio repartiendo pizzas para un restaurante en downtown Manhattan —cuando ser empleado de un restaurante era la norma— por más de diez años.
Como es costumbre en la mayoría de los grupos de inmigrantes, a Ajche, que es k’iche’, lo siguieron primos, parientes y amigos quienes, a su vez, trajeron a los suyos.
Eso incluye a Sian, que está casado con la prima de Ajche y también vive en Bensonhurst, y a García, un pariente de Ajche que vive en el Bronx.
Varios mensajeros en la cena de Thanksgiving bromeaban con que la rifa de más de 20 pavos estaba arreglada, porque una y otra vez ganaban los miembros de una misma familia.
«Nosotros somos así, muy unidos, nos gusta estar juntos y apoyarnos» dijo Ajche riendo. «Así es que trabajamos».
Los k’iche’, como tantas otras tribus mayas, tiene profundamente enraizado el sentido de comunidad. La persecución de la población maya en Guatemala culminó en una larga, sangrienta guerra civil que terminó en 1996 y fue considerada un genocidio.
La mayoría de los deliveristas son hombres jóvenes de entre 20 y 30 años, nacidos durante y después de los últimos años del conflicto.
La familia extendida de Ajche es una fracción de la red de deliveristas mayas que viven y trabajan en la ciudad de Nueva York. Según calculan ellos mismos, unos 200 han hecho de Bensonhurst y Bath Beach, Brooklyn, su hogar, en una zona conocida como «Pequeña Guate».
Ese grupo es intencionalmente muy unido, lo cual resultó efectivo durante épocas en que solo se tenían unos a otros como apoyo.
Durante conversaciones virtuales, se etiquetan como «Los Deliveristas Unidos».
A pesar de estar rodeado de parientes en Brooklyn, la esposa y dos hijos de Ajche viven en Guatemala. Sus modestos ingresos valen más allí, y es capaz de mantener a su familia.
Su hijo y su hija asisten a la universidad en la Ciudad de Guatemala, donde estudian Arquitectura y Psicología respectivamente, señaló con un destello de orgullo paternal.
«Por eso es que uno hace lo que hace. Para eso uno viene hasta acá», dijo. «Esa es la meta, para que nuestros hijos tengan las oportunidades que uno nunca tuvo».
Una bofetada
La frustración de los trabajadores con las aplicaciones para repartos y la industria gastronómica, exacerbada por la pandemia, ha ido creciendo mes a mes.
Las tensiones culminaron en una manifestación en City Hall el 15 de octubre, donde cientos de trabajadores airearon sus reclamos.
Los trabajadores leyeron una larga lista de demandas, incluido apelar a funcionarios municipales para obligar a los restaurantes a que permitan que los trabajadores usen sus baños y crear espacios donde poder esperar de manera segura entre un envío y otro.
También acusaron a la policía de darle la espalda a su seguridad.
«Es una bofetada», dijo Ajche a la multitud durante la demostración a mediados de octubre. «La ciudad dice que somos trabajadores esenciales y queremos que hagan lo que dicen y nos protejan».
A principios de octubre, un trabajador sufrió un atraco a punta de pistola en Verdi Square en el Upper West Side, donde le robaron la bicicleta eléctrica de $3000 mientras esperaba su próximo envío.
El oficial del 20.° Distrito Policial que respondió a la queja, le habría dicho al trabajador que el departamento no podía hacer nada al respecto «debido a recortes en el presupuesto al NYPD» dijo Guallpa, quien ayudó a organizar la manifestación.
En una escena capturada en video, docenas de trabajadores montaron sus bicicletas hasta el 20.° Distrito Policial como reacción ante el incidente para quejarse por una reciente ola de robos en el vecindario. Tras unos minutos en que un oficial les dijo a los trabajadores que la mejor manera de recibir ayuda era llamando al 911, los invitó a reunirse con el capitán del distrito policial.
En otro incidente, a un trabajador llamado Rodrigo le robaron su bicicleta eléctrica mientras hacía una entrega a domicilio. A pesar de que la bicicleta tenía un GPS que la rastreaba con precisión, el oficial de policía «se negó» a recuperarla, dijo.
«A veces llego a pensar de que nos tratan mal por ser latinos, por cómo nos vemos» dijo Sian con indignación en una entrevista. «Es una impotencia».
«Somos una mayoría que nunca ha sido escuchada»
En vez, los trabajadores han aprendido a depender uno del otro para su seguridad, usando a menudo el grupo de WhatsApp como salvavidas.
Cuando al primo de Sian, que también hace repartos en Midtown, le robaron la bicicleta mientras trabajaba cerca del Rockefeller Center, lo reportó inmediatamente en el grupo de WhatsApp. Sian y otros trabajadores en la zona «lo dejamos todo» y recuperaron la bicicleta.
También compartieron información sobre la manifestación del 15 de octubre por WhatsApp y difundieron la noticia a otras redes, una táctica que resultó ser efectiva.
Esa tarde, la mayoría del núcleo de 200 trabajadores dejó sus puestos y se dirigió en bicicleta por Broadway desde Verdi Square y trajo a sus amigos. Otros se unieron espontáneamente a su ruidosa marcha hacia downtown, haciendo sonar las campanas de sus bicicletas y gritando «¡Sí se puede!».
Para cuando llegaron a City Hall Park, la muchedumbre de repartidores —muchos de ellos enarbolando banderas de Guatemala o México— se había duplicado.
«Somos una mayoría que nunca ha sido escuchada» dijo uno de los oradores, un repartidor del Upper West Side, ovacionado por la multitud.
«Si no hacen algo por nosotros, la huelga viene» agregó, ovacionado con aún más fuerza.
Alguien en la multitud respondió: «¡Que no coman!».
La manifestación se ha transformado en un barómetro para los trabajadores: la broma constante durante la cena de Thanksgiving, era que aquel que no había asistido no recibiría un plato de comida.
Cuando se acercaban las 5 p. m. en aquella cena, los trabajadores guardaron sus botines y levantaron la basura de la cancha. Algunos llevaban pavos de 15 libras mientras se montaban en sus bicicletas, alardeando de las coloridas luces entrelazadas en los rayos de sus bicicletas.
Y sin más, una masa de hombres se adentró en el frío vespertino de noviembre, haciendo sonar sus bocinas y desperdigándose por las calles de Manhattan para reanudar su tarea de alimentar a los neoyorquinos.
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