Los momentos más difíciles de mi vida me los ha ocasionado el coronavirus.
Todo comenzó un domingo a finales de marzo cuando sentí dolor de cuerpo y pensé que solo un resfriado debido al clima neoyorkino. Aunque por un momento pensé que podría ser el coronavirus, rápidamente lo descarte, ya que había estado en casa desde hace tres semanas y lo veía casi imposible.
No obstante, el miércoles 1 de abril, todo dio un giro de 180 grados. Mi padre, Luis Cabrera, quien vive en el departamento del primer piso del hogar familiar cayo muy enfermo. Al hacerle la prueba del Covid-19 por tener los síntomas comunes, como; tos, fiebre, dolor de cuerpo y escalofríos, dio positivo, y automáticamente todos en la casa tuvimos que denominarnos positivos y hacer la cuarentena. Igualmente, yo empecé a sentirme mareada y con un poco de escalofríos.
Los siguientes dos días fueron similares, tanto para mi papá como para mí. Yo no pude obtener un test, porque mi doctora dijo que los síntomas que yo presentaba no eran graves.
Pasaron los días y yo me sentía débil, sin ganas de levantarme, había perdido el apetito, me tomaba dos vasos de agua y sentía que no me entraba ni un bocado más. Tenía nauseas, vómito, diarrea y dolor en la boca del estómago. Era como si algo nadara en mi estómago y me apretaba tan fuerte que me quejaba mucho. Sentía pinchazos en el cuerpo, que repentinamente aparecían y me provocaban un grito angustioso. Por otro lado, mi padre, no lograba mejorar ni un poco, no lograba levantarse de su cama. Mi mamá Gloria, y mi hermana Patty, trataron todos los remedios caseros que les recomendaron, vaporizaciones, Tylenol, infusiones. Nada funcionó. Mientras tanto yo en el segundo piso dormía la mayor parte del día y mi esposo se encargaba de cuidarme.
El lunes 6 de abril mi padre fue transportado en ambulancia al hospital más cercano, pues él ya presentaba problemas respiratorios. En medio de mi malestar fui capaz de levantarme de la cama y entregarle un rosario que mi esposo me obsequio, pues sabía que no lo iba a volver a ver por un tiempo, pero guardaba la esperanza que regresara sano y salvo.
Desde ese día, me empecé a sentir peor, seguramente debido a la preocupación por la salud de mi papá, pues los ánimos y emociones influyen mucho en la enfermedad. La mente te traiciona, hay momentos que pierdes el positivismo. Pero cuando sentía eso, me aferraba a mi fe en Dios.
Había días que dormía mucho y días que no dormía nada. Noches que no dejaba de llorar y tenía mucho miedo de perder a mi padre, que lo es todo en mi vida. Un padre que siempre ha sido mi amigo y mi cómplice. Por fin, la diarrea paró después de siete días, sin embargo las náuseas y el vómito persistían. En esos días también perdí el olfato y el gusto. No podía ni tomarme un té, no toleraba comer, pero comía porque quería vivir y quería ver a mi padre fuera del hospital. Mi esposo, Josimar, no quiso irse a dormir a otro lado, nunca me abandonó. Dormíamos de extremo a extremo en la cama para que él no se contagiara, sin embargo, él presento dolor de cabeza dos días -y aunque no se separó de mí lado, no presento más síntomas. Seguramente es uno de los que llaman, asintomáticos. En la casa vivimos siete personas, pero solo tres presentamos síntomas severos.
Mi mamá, también se contagió. Ella presento síntomas más leves. Tos seca, dolor de cabeza, dolor de cuerpo y malestar. Pero ella saco fuerzas para levantarse diariamente a cuidar de mi hermana, Anahí de 14 años, que tuvo que quedarse encerrada en su cuarto para no contagiarse. Además, subía a mi apartamento a ver cómo me sentía y a ayudarme en lo que podía. Mientras mi esposo me preparaba vaporizaciones, me obligaba a tomarme tés, y hasta me desenredaba el cabello cuando salía agotada de bañarme.
El viernes 17 de abril, mi papá fue puesto en un ventilador pues no mejoraba y no dormía. Cada día se despedía de nosotras, sus tres hijas y mi mamá. Nos prometía que iba a tratar pero que sentía que no podía más. Fueron días horribles, días donde me aferre a Dios, donde me arrepentí de todo lo malo que pude haber hecho, donde sentí que moría con mi padre y deseaba que yo estuviera en su lugar. Porque resistes más cuando el virus te ataca por el sistema digestivo que por los pulmones.
El día 18 de abril desperté sin síntomas, disfrutando un poco de la comida, aunque aún no recuperaba el olfato y seguía con esa sensación de sabor agridulce y aguado en la boca. Asimismo, empecé a percibir olores extraños que no existían. Era un olor que no puedo describir pero era muy desagradable. Después de dos días sin síntomas, cantar victoria fue muy pronto porque recaí. Volví a sentir mi cuerpo desmayado, mucho dolor de cabeza y muchas ganas de vomitar y nauseas.
El día 21 de abril amanecí mejor y con la noticia de que mi padre iba a salir del ventilador, ya que había respondido muy bien a los medicamentos. Mi padre formó parte del experimento de la medicina Remdesivir. Si bien no sabemos si fue eso lo que lo mejoró -o si necesitaba descanso porque no había podido dormir antes de ser entubado- no todo fue positivo durante su entubación. Hubo días en que le subieron las palpitaciones del corazón, otros que se le subió el azúcar por su condición diabética, y otras su presión. Este camino no fue fácil pero lo logró. El mismo 21, lo sacaron del ventilador y desde entonces ha mostrado mejora. Le tomó dos días recuperar su voz, y aunque aún no recupera la fuerza de sus músculos, si su alegría… le ha ganado la batalla a este virus mortal.
Yo por mi parte llevo cinco días libre de síntomas y sigo esperando una cita para el examen y ver si aún doy positivo, pues mi mamá y mi papá siguen dando positivo.
Durante estas semanas tan difíciles que he vivido, reflexione, porque durante el encierro empiezas a odiar todo, y te das cuenta que sin salud no hay nada. Son días y noches largos, llenos de lágrimas de desesperación, de dolor, de miedo, de incertidumbre. Noches donde te aferras a la esperanza y la oración a Dios. Donde tienes ganas de un abrazo pero sabes que no puedes darlos o recibirlos. Días donde sientes miedo hasta de tocar a tus mascotas.
Hasta hoy, no he podido abrazar a mi esposo, ni a mi familia. Espero muy pronto poder hacerlo, sobre todo a mi papá, que sigue hospitalizado.
Cuando escucho a gente quejarse de cosas tan vanas como no poder ir al salón de belleza, o hacerse las uñas o cortarse el cabello, solo una cosa viene a mi mente: esos días que ni siquiera tenía ganas de contestar el teléfono o las redes sociales cuando preguntaban como estaba, pero que una video llamada para ver a mi padre desde el hospital me hacía creer nuevamente que todo estaría bien.
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