Alejados del foco mediático surgido a raíz del potente terremoto del 19 de septiembre, los pueblos del sur de la Ciudad de México alzan la voz para no ser olvidados después de la tragedia, que ha dejado decenas de casas en ruinas.
Irene Castro, a la que todos se refieren cariñosamente como Melita, enseña con tristeza lo que ha quedado de su cocina en un patio de San Gregorio Atlapulco, en la demarcación Xochimilco.
«Mis cazuelas grandes para cuando había fiestas, para el mole… todos se rompieron, todos», comenta Melita, para quien su cocina tradicional, de leña y carbón, y en la que empleaba utensilios de barro, tenía un significado especial, porque se la legó su abuela.
Del «tronadero», como se refiere al temblor de magnitud 7,1 que azotó el centro y sur del país, quedaron solo algunos jarritos de barro, que ahora permanecen amontonados en el suelo.
Melita, quien vive con su hija y sus dos nietos, es una de las pocas vecinas de su calle que no ha tenido que salir de su casa después del sismo, porque le dijeron que todavía es habitable. Sin embargo, teme que si echan abajo las otras construcciones, su hogar se vea afectado.
«Con lo que van a cimbrar, va a sufrir más daños, y me voy a quedar sin casa», afirma.
A unos pasos del patio de Melita, el suelo está levantado. Las puertas de algunas casas, al borde del colapso, permanecen aseguradas con cadenas, aunque en la mayoría están abiertas, y los vecinos invitan a constatar el desastre en el que ha quedado su hogar.
Sorteando los escombros y macetas rotas, Pablo Barrios entra a lo que ha quedado de su casa, donde vivía con su hija, su yerno y su suegra. Como el resto de viviendas de la calle, el lugar es un caos en el que se ven grietas por doquier, pintura desconchada y objetos tirados y llenos de polvareda.
Desde el movimiento telúrico, el agua no llega al pueblo, mientras que la luz tardó cerca de una semana en regresar. En mitad de la calle, los vecinos hacen guardias sentados en sillas y taburetes, en mitad de las cuales hacen pequeñas hogueras para calentarse en las madrugadas.
Pablo dice a Efe que el pueblo está «luchando» para que se hagan reparaciones en sus viviendas, porque «de otra forma, nadie se va a hacer responsable».
«Nada más nos dicen ‘su casa no es habitable, tienen que evacuar’, pero ¿en cuánto tiempo nos van a arreglar este problema? Queremos que nos den seguimiento, no largas», defiende.
Aun así, agradece que a San Gregorio llegara la vigilancia de la Policía Federal: «Nos están brindando apoyo en cuanto a si se mete un ratero, porque en la madrugada andaban persiguiendo a una persona que se está aprovechando de las pertenencias que quedaron en las habitaciones», relata.
El temor del pueblo, explica, es que las autoridades digan posteriormente que San Gregorio no fue afectado y «que no pasó nada».
Aunque pertenecen a la Ciudad de México, donde se concentran 198 de los 337 víctimas mortales por la tragedia, estos pueblos de Xochimilco están a más de una hora en coche del corazón de la ciudad, donde los derrumbes y rescates han acaparado numerosas portadas.
Cerca de San Gregorio, en Santa Cruz Acalpixca, María Aurora Galicia está de pie en lo que antes era su casa, y que ha quedado reducida a unos escombros amontonados en su jardín.
Comenta que, en cierta forma, eran conscientes de que había riesgo en su zona, por ser de chinampas, una técnica de agricultura que trabaja tierras situadas sobre el agua.
«Sabíamos que es peligroso, pero no tanto», comenta a Efe María Aurora, quien señala cómo la tierra «se sumió» en el patio.
La familia no estaba en su casa cuando se derrumbó, porque estaba ayudando en la vivienda de su suegro. Por el momento, su marido y ella, que de forma temporal están rentando un pequeño cuarto en el pueblo, no se plantean reconstruir el domicilio, porque primero «tienen que venir a componer la tierra bien».
La vivienda apenas tenía cinco años: «Yo estaba muy enojada con mi esposo, no la pusieron bien. Porque hay casas que no se cayeron y está más peligroso. No sé qué pasó aquí», concluye.